mayo 7, 2019
Pesimismo social
Listín Diario / Opiniones
Autora: Margarita Cedeño de Fernández
Un profundo cambio cultural en las capas de la sociedad ha generado un aumento de las expectativas de los ciudadanos en torno a su situación presente y futura. El discurso político que impera después de la caída del muro del Berlín, promete a los ciudadanos la oportunidad de crecer, en todo el sentido del término, lo que quiere decir que habrá una constante movilidad social desde los estratos más bajos hacia los más altos.
Esa promesa se ha encontrado de frente con dos realidades insoslayables: una economía cuyo crecimiento no es constante ni exponencial; y una desigualdad social rampante, que acumula el 82% de la riqueza mundial en el 1% de los ciudadanos del mundo.
Esta situación genera lo que podríamos llamar un “pesimismo social”, que se refleja fuertemente en las generaciones actuales, que viven con la expectativa de no disponer de suficientes recursos económicos para vivir igual o mejor que sus padres o que las generaciones que le precedieron. En ese contexto, muchos pierden la esperanza de que el ascensor social funcione, lo que a su vez genera un círculo vicioso que contribuye al riesgo de las generaciones futuras. ¿Cómo se convencen las generaciones actuales de invertir en un futuro incierto? Es una curiosa paradoja. Mientras autores de la talla del fenecido Hans Rosling -en su obra Factfulness- demuestran con datos objetivos que el mundo está mejor que nunca, la perspectiva incrementalista, por su parte, ha generado una expectativa de progreso y bienestar creciente que, lamentablemente, no es alcanzable para todos, por lo menos no en el corto ni en el mediano plazo.
Hacia las generaciones actuales y futuras, esta realidad va generando miedos, inseguridades y ansiedades de todo tipo, que son caldo de cultivo para los que se alimentan de estos sentimientos para hacer política en los extremos de las ideologías. Sin embargo, la historia ha demostrado que no es solo una cuestión de quién gobierna ni es tan simple como impulsar una redistribución de los ingresos. Es mucho más, porque dividir la riqueza mundial en partes iguales no servirá para tener economías sanas al servicio de las personas, tampoco servirá para que aprendamos a cuidar el medio ambiente, ni para poner fin a los distintos tipos de discriminación, a la violencia o a las distintas situaciones de vulnerabilidad en que viven muchas personas. Si los seres humanos no trabajamos en comprender el cambio de las sociedades y adecuar nuestros comportamientos a una realidad distinta, estamos condenados a un futuro incierto, repleto de contradicciones. Podemos comenzar por dejar de medir el crecimiento de las personas y de los países en base a un indicador meramente económico y por generar cambios en la gestión diaria de nuestra movilidad social o de nuestro concepto del consumo. No hay posibilidad alguna de avanzar en procesos de cambio global sin modificar los desequilibrios actuales. Como se ha denunciado por muchos años, la fuerte deuda social que persiste es el resultado de políticas públicas que generan graves desigualdades en la sociedad. Los cambios son fruto de la tensión entre lo existente, la crítica férrea a una situación que debe cambiar y la oferta de realidades alternativas. En ese sentido, una comprensión más clara de la realidad debe ser el motor que impulsa las transformaciones sociales, hacia una dirección definida por las aspiraciones de una ciudadanía formada y consciente.